jueves, 18 febrero 2021. Iker y yo hablamos en una azotea. Nos sentamos sobre el muro, pienso que podemos caer y me bajo. En el momento en que estoy diciéndole que baje, cae hacia atrás. Me quedo paralizada, no quiero mirar, cierro los ojos y deseo que haya un repecho que lo haya sostenido. Oigo un golpe. Al cabo de cinco segundos, otro. No lo entiendo. No me atrevo a mirar.
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Estoy en un restaurante. Está a tope, la gente habla a gritos. Decido irme. Un chico habla por teléfono entorpeciendo la salida. No me gusta su aspecto con traje y gomina, así que en vez de decirle que me deje pasar decido salir por una especie de chimenea. Me quedo atascada. Otro chico igual de repulsivo, con granos en la cara, con la excusa de ayudarme, empieza a acosarme. Consigo salir a la calle. A lo lejos veo a Enrique, le pido ayuda. Enrique le revienta la cara al chico de un puñetazo. Su camisa tan blanco ahora está llena de sangre. Dos chicas (a las que se supone, conozco) me enseñan orgullosas sus cicatrices. A una le han puesto un aparato del tamaño de una pelota de tenis bajo la piel, sobre el esternón. A l otra le han cosido las cicatrices con alambre. ¿Te gusta?, dice. Parece el monstruo de Frankenstein, pero está tan contenta que no le digo nada. La otra me explica que el aparato que le han puesto sirve para saber si está o no embarazada. Se echa unas gotas sobre el bulto del escote y aparece una rayita entre paréntesis (-). Eso es que todavía no, dice.