domingo, 3 noviembre 2024. Le digo a Alberto que voy a ver a Gallero (ha venido de Madrid) y vuelvo en un momento. Gallero está con dos amigos delante de un local cerrado. Dicen que fue un espacio de cultura que abrieron para su barrio (me extraña porque estamos en Málaga, junto al jardín de la Victoria). Me enseñan un vídeo con el proceso, donde ellos mismos hacen la obra, colocan una reja, las estanterías de madera, los libros...). Supongo que tuvisteis que cerrar por culpa de la pandemia, les digo. Asienten (se les nota muy afectados). Nos sentamos en un bar y sacan un juego de mesa que inventaron para el centro. Consiste en un tablero con un aspa que lo divide en cuatro. Tres jugadores tienen seis piedras pequeñas y el cuarto jugador cinco cristales pulidos (de los que se encuentran en la playa). El juego consiste en ir perdiendo piedras y conseguir cristales. El que consiga todos los cristales gana. Empiezan a mover las piedras de un lado a otro sin ton ni son. De repente, un tigre del unos siete centímetros sale del bolsillo de la chaqueta de Gallero y se me sube al hombro. Juego con él. Les digo que es más cariñoso que la gata de mi hermana, que nunca se deja acariciar. Uno de ellos me explica que en los 70 era muy común llevar un tigre en el bolsillo. Se burlan de Gallero, dicen que se ha quedado colgado en esa época. ¿De llevar un tigre en el bolsillo viene eso de hacer el salto del tigre?, pregunto inocentemente. Todos se ríen. Llega Parreño con su hija. Mira el tablero, mira al tigre. ¿Todavía seguís con eso?, pregunta. Jara dice que quiere irse, que se aburre, y amenaza con ponerse a hablar en inglés. Lo hace (parece que recita algo de memoria). Ya no es una niña, pero intento entretenerla, me invento que en Japón celebran el día del tigre disfrazando a los niños de animales de peluche y hacen una carrera por un monte. ¿Quién gana?, pregunta entusiasmada. Gana el que lleva el disfraz de tigre debajo del suyo, así que ya había ganado antes de salir de su casa, solo lo celebran para que los niños dejen los ordenadores y hagan ejercicio. Todos se ríen. Jara se hace pequeña de repente y se queda dormida, enroscada como un gato, en una butaca de mimbre. Llega Pedro Sánchez y se sienta a mi lado. ¿A qué jugáis?, pregunta. Le explican el juego de las piedras. Pregunta cómo se llama. Todos se miran porque inventaron el juego pero no le pusieron nombre. Se llama "El salto del tigre", le digo. Todos se ríen (no entiendo que rían todo lo que digo). Sánchez se abre un poco la corbata y pide una cerveza. ¿Puedo preguntarte algo?, ¿necesitas tomar alguna pastilla para dormir?, le digo. Dice que de momento no, pero sabe que hay quien las toma. Yo las tomo, le digo. Todos vuelven a reírse. Uno de ellos apura su cerveza, dice que su mujer lo está esperando y que si fuera joven no volvería a casarse. ¿A qué edad te casaste?, me pregunta. A los veintitrés. ¿Y volverías a casarte? Le digo que sí y veo pasar el C2. He perdido el bus, Alberto estará preocupado. Intento llamarlo pero el móvil no funciona. Sánchez se sorprende al ver mi móvil marca Jiménez. Una chica, guardaespaldas de Sánchez, me acompaña a la parada. La parada es un banquito de madera muy viejo, casi a ras del suelo. Junto al banquito, sobre un ladrillo, está uno de mis sujetadores muy bien doblado. Se supone que lo dejé allí para cuando fuera a dormir a casa de mis padres. También hay una bolsa de tela con collares y juguetes colgada de la reja de una ventana. Fíjate, le digo a la guardaespaldas, llevan aquí varios días y nadie se los ha llevado, ¡esto parece Oslo!
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