viernes, 29 noviembre 2013. Mi madre, dos señoras mayores y yo, esperamos a que pase un taxi. Siempre pasan por el otro lado de la calle. Cambiamos varias veces de acera. Llega Daniel. Al parecer va al mismo sitio que nosotras. Un camión nos hace señas, dice que nos lleva. Mi madre dice que aprovechemos y vayamos, ellas ya llegarán después. Daniel sube de un salto. Pienso que siempre quise viajar en la cabina de un camión, pero al entrar es una sala de actos con sillas abatibles de madera. Daniel se sienta sin esperarme, sólo quedan sitios libre al fondo. Dos chicas muy gordas se ponen justo detrás de mí. Jalean a un equipo de fútbol y me golpean en la cabeza con una tubo de cartón que pone Real Madrid. Me levanto y me voy. ¿¡No serás del Barça!?, me gritan y se ríen. Le digo a Daniel que me largo, él ni me mira. En la calle encuentro a Alberto y Salvador. Han ido a recoger a mi madre y vuelven a casa. ¿Qué tal ha ido la lectura de poemas?, me pregunta mi madre. En ese momento me salva de responder una manada de ovejas muy raras, con las patas delanteras muy cortas. ¡Mira qué cerditos!, dice mi madre. Son canguros de lana, le responde Alberto. Una pareja los guía con una caña. Me extraña que vayan vestidos de fiesta. Ella va maquillada con purpurina. Pienso que quizá los canguros de lana trabajen en un circo. Como si pudieran leer mis pensamientos, el chico levanta la caña y dice: No son canguros de lana, son cerdos cerdos, es decir, lobos. La chica hace un gesto con los dedos, explicándome que si la palabra se repite, cualquier animal resultante es lobo. Sonríe con una enorme boca, rojo brillante, de mujer acostumbrada a sonreír en el circo para que se la vea desde lejos, pienso. Alberto se ha parado en una esquina donde unas chicas vestidas se flamenca sirven mojitos. Me despido de la extraña pareja y espero mi mojito. Alberto sólo ha pedido dos, uno para Salvador y otro para él. Una de las camareras moja un cubito de hielo en un vaso y me lo ofrece. Esto es lo tuyo, me dice.