viernes, 20 mayo 2016. Voy con un grupo de señoras a las que no conozco. Se supone que vamos hacia una carpa que han puesto en el cauce del río para una lectura de poemas. Comienza a llover, saco un paraguas enorme que nos cubre a todas. Me doy cuenta de que llevo unos shorts y guantes de lana. Empiezo a pensar que no sé qué les voy a leer, y trato de hacer el camino lo más lentamente posible. Les cuento anécdotas, como que tengo una colección de marcas de té, o que en la carpa podríamos tomar rebujito aguado por la lluvia en vez de leer poemas. Se ríen, pero seguimos avanzando. José Luis, que aparece de repente, dice que tiene hambre y se sienta en una terraza cubierta con toldos improvisados de plástico. No sé si tiene hambre de verdad o sólo lo hace para ayudarme a no llegar a la lectura. Pide carne envuelta en hojaldre. Me siento a su lado y, mientras come, le cuento que con cuatro años me sabía la lista de los reyes godos, las preposiciones propias y los hijos de Jacob. Yo era una niña gafotas muy repelente, le digo. Me escucha, come, se ríe.