domingo, 6 diciembre 2020. Entro en un autobús. Los asientos están mal colocados y todos ocupados. La conductora me dice que no puedo viajar de pie porque no es seguro, que me siente en el alféizar, y señala el borde de la ventanilla que, efectivamente tiene una especie de saliente, pero está muy alto y no tengo dónde agarrarme. Subo como puedo, los pies quedan colgando y, cuando arranca, casi caigo de bruces. Apenas hemos recorrido veinte metros cuando dice con un entusiasmo excesivo: ¡Hemos llegado! Alberto está esperándome. Nos reímos de ese viaje tan corto y seguimos el juego de abrazarnos y saludarnos como si yo hubiera hecho un viaje de doce horas.