sábado, 5 junio 2021. Voy en autobús. Se hace de noche de repente y el autobús se para junto a un paseo marítimo. Andrés aprovecha para gastar una broma: junta dos cables para que los que no lleven zapatos sientan una descarga (sólo yo llevo unas chanclas de goma). La descarga se descontrola y todos caen electrocutados. Cojo a Darío (su hijo, mi sobrino) en brazos y trato de tranquilizarlo. Pesa muy poco, noto sus huesos entre mis brazos. Voy a cuidarte siempre, le digo.
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Un microbús avanza al borde de un acantilado. Aparca para que podamos tomar unas fotos. Sólo me he alejado un par de metros cuando se pone en marcha. Cuanto más corro hacia el bus, más lejos estoy. Camino hasta casa de mis tías (que nos e parece en anda a su verdadera casa). La veo cenar tranquilamente mientras ven la tele. Entro por una ventana y me siento a oscuras en el salón, para no molestar.
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Al pasar por delante de lo que parece una atracción de feria, una señora me grita que tengo que devolver los ochenta mil dólares que pedí a Estados Unidos para nosequé tratamiento. No sé de lo que me habla. La gente que pasa a mi lado me mira con asco. Cuando, por fin, le digo (para quitármela de encima) que sí, que ya se lo devolveré, la veo reírse con un señor muy gordo detrás de la atracción. Ha picado, dicen, se abrazan y ríen.
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Mi hermana es enorme, tiene la cabeza rapada y del tamaño de un melón gigante. Dice que le ha salido una mancha en el ombligo y que irá a una clínica de estética a borrársela. Le digo que a mí me salió una cuando tomé salvia y ahí sigue, que no vaya a gastar dinero para nada. Por su cara deduzco que ya se lo ha gastado.