miércoles, 20 agosto 2014. Al parecer tenemos que escapar a México. Sospecho de un amigo que lo ha preparado todo para colarnos en un barco. Le digo a Alberto que huyamos esa misma noche. Meto lo imprescindible en la mochila verde que llevaba a las excursiones del colegio. Lo imprescindible: un bol con agua y media lechuga, ropa interior. Alberto se enfada porque no he metido jerseys. ¡Allí es invierno!, grita. Al gritar se convierte en mi madre. Le digo que jerseys podemos comprar en cualquier sitio, pero que tenemos que irnos inmediatamente. Mi madre vuelca agua en el suelo y dice que no podemos irnos hasta que limpiemos bien toda la casa. Le grito que cuando nos pillen y nos encierren pediré que nos pongan lejos y que no volveré a acercarme a ella. Me pongo la mochila y me largo. Alberto decide escapar por la ventana, pero es un piso alto. Veo como se desliza por la pared hasta llegar al suelo. Parece que se ha hecho daño en un pie. Intento la misma jugada, pero me da miedo y me descuelgo hasta el piso de debajo. Así, piso a piso, voy bajando la fachada hasta llegar a la calle. Alberto se hace fotos delante del camión del amigo que iba a ayudarnos a escapar. Los amigos van a tomar algo, parece que estén de celebración. No veo a Alberto con ellos y pienso que quizá haya ido a robar el camión para huir. Corro hacia el garaje donde está guardado y encuentro a Alberto a punto de marcharse, pero no puede salir porque delante del garaje hay un enorme socavón. Ya sé, le digo, hay que atar esas cinchas rojas. Hago una especie de puente colgante, le pongo unas tablas y el camión pasa, al fin, por encima. Alberto me abre la puerta para que suba.