jueves, 8 octubre 2014. Camino con un adolescente por la calle. Al cruzarnos con sus amigos quita mi mano de su hombro. Le digo que no se avergüence, que podría ser su madre. Nos reímos. Al cruzar, un banco de listones de madera nos impide llegar a la acera. Le propongo que nos sentemos sobre el respaldo y alcemos el cuerpo. Él lo hace sin esfuerzo y yo rompo dos listones. Se forma un corro de transeúntes. Alguien dice que hay que llamar a la policía. Ahí hay uno, dicen, pero cuando se acerca es un cura vestido para dar misa. Le explico que la culpa es sólo mía. El adolescente, mientras tanto, ha ido menguando y no es más que un pequeño niño de barro o plastilina en la palma de mi mano.
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Parece una fiesta. Una chica debe conseguir pétalos para un concurso y golpea un ramo contra una mesa enorme de madera. Mientras una niña bebe a escondidas vino y cerveza, y se abanica con un fajo de billetes. Quiero irme de allí. Me despido de todos uno a uno, eligiendo a quién dejaré para el final. La niña es ahora un muñeco con forma de huevo en su caja. Según cambia de expresión, la etiqueta de caja cambia también y describe lo que la niña huevo siente. "Sonrisa enorme, duerme", leo y dejo la caja sobre una silla.