viernes, 1 febrero 2019. Voy por la calle en zapatillas y con un chándal blanco que parece un pijama. Noto que algo me aprieta en la frente y es que llevo la capucha puesta. Doy vueltas por la calle buscando el hotel donde se supone que estoy alojada (ya he soñado varias veces con estas calles y siempre estoy perdida). Paso por un parque infantil, una especie de plaza de toros. La arena está vacía, sólo hay niñas (ningún niño) y juegan en las gradas. Camino entre ellas intentando no pisarlas Una está disfrazada de negro, de los pies a la cabeza. Otra me dice que no me asuste. Va disfrazada de calabaza, dice. Le digo, condescendientemente, que siempre pensé que las calabazas eran naranjas. La niña se ríe. Salgo de allí cómo puedo, sin pisar a nadie, y llego a un solar pequeño lleno de escombros donde están asando espetos. La gente va con platos de sus casas para llevárselos. También hay quien se los come allí, en pie. Comen con ganas. Intento cruzar para llegar al hotel, pero detrás de los escombros hay una especie de charca maloliente. La señora que asa espetos me dice que pase sin miedo, pero me da asco meterme en zapatillas. Veo que una fila de turistas pasa por una escalera metálica que hay justo al lado. Los sigo. Un chico se ofrece a cruzarme el charco en brazos. Le doy las gracias y sonrío amablemente. El chico tiene una pierna más corta que otra y llevas muletas.
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Mi padre dice que va a quitar las bisagras de la puerta porque ha olvidado las llaves dentro, y esa es la única manera de volver a entrar en casa. No comprendo nada porque estamos dentro de casa. Mi padre quita las cuatro enormes bisagras con muchísima facilidad. La puerta comienza a tambalearse, temo que le caiga encima. Mi padre sostiene la puertas con una sola mano, como si fuera un forzudo de circo. Problema resuelto, dice.