martes, 23 julio 2019. Estoy con Daniel y una chica que lleva la mitad del pelo moreno y la mitad rubio. Le digo que cuando lo llevaba azul me gustaba más (su perro lo sigue llevando azul). Subimos a casa de Javier. Nos lleva a su dormitorio para escuchar música. Hay dos camas enormes. Le pregunto cuánto miden. Dos metros cada una, dice. Alrededor de la cama hay huecos de madera con tubos de cremas hidratantes. Su mujer sonríe, no dice nada, se sienta en la terraza. Pienso que es tarde y quizá quiera dormir. Javier pone una canción de los 80 muy oscura y escodne la cabeza entre las manos. Le digo que me recuerda a momentos de bajonazo cuando era joven. Se ríe, pone una más alegre. Le hago una seña a Daniel para que nos vayamos. Salimos al pasillo, es larguísimo, hay unas niñas jugando. Son sus hijas, le explico a Daniel y a su amiga. Tiene siete hijos y siete hijas. Una de las niñas nos pregunta desde lejos si somos alemanes. Ich spreche kein deutsch, le respondo. Lo sabía, dice y todas se ríen. Soy checa, le digo. Di algo. Stul pro ctyri, digo y vuelven a reír. ¿Desde cuándo hablas checo?, pregunta mi madre (no sé de dónde ha salido). Una de las hijas mayores de Javier se da a conocer diciendo su nick de Facebook. La amiga de Daniel se sorprende. ¡Yo te conozco!, dice. Las dejo hablando, cuando voy a marcharme Javier dice que quiere enseñarme algo. Entramos en un cuarto con tres camas (de sus hijas mayores, supongo). Me enseña un presupuesto para unas gafas. Me parecen carísimas, donde yo me las hago te saldrían por la mitad, le digo. Un señor vestido con levita, sombrero, monóculo, maletín y bastón, le dice que me haga caso. ¿Te vas a ir sin cenar?, me pregunta. Le muestro una manzana a medio comer (que no sé de dónde ha salido). En el pasillo me esperan mis padres y el perro teñido de azul. Salgamos de uno en uno, les digo, el perro no puede escaparse. Es difícil avanzar porque el suelo está lleno de zapatos. Cuando ya lo he recorrido y estamos a punto de salir, vuelvo hacia atrás porque me he dejado la luz encendida. Apago la luz del techo y enciendo una lamparita que hay sobre una mesita baja. Esa gasta menos, le digo a mis padres. Por fin salimos. Mis padres desaparecen. Un grupo de chicas dice que si no se dan prisa perderán el bus a Estepona. Las miro, me hacen gracia. Les digo que si se dan prisa pueden visitar algo increíble, y señalo hacia un portalón de lo que parece una iglesia. Ahí dentro hay otra ciudad (se supone que es una parte de ruinas que uso para cruzar la ciudad acortando camino). Han cambiado la entrada, han construido un muro encalado, hay que rellenar unos papeles y saltar una tapia para entrar. veo como el hombre del monóculo de antes salta con facilidad. Me acerco a la chica, me pide el número del DNI y de mi tarjeta de crédito, también la mochila para pasarla por el escáner. En la mochila llevo un cuchillo patatero. Si me pide explicaciones le diré que lo uso para comer manzanas, pienso. Todavía deben quedar restos de manzana en la hoja. Escribo mi DNI y la chica aplaude mientras dice: ¡Qué velocidad y qué buena letra! No recuerdo el número de mi tarjeta. Se está formando cola, empiezan a enfadarse. Cojo mis cosas y me voy. En vez de mochila arrastro una maleta. Comienza a llover a cántaros. Corro. Las calles están vacías. Me siento completamente feliz. La lluvia ha arrancado todas las buganvillas y cubierto la calzada. Se ve preciosa, cubierta de amarillo y púrpura. Pienso en la imagen que debo dar, corriendo cola por la calle bajo la lluvia arrastrando una maleta. Imagino que alguien me hace una foto desde su ventana. Imagino que algún día veré esa foto en una exposición y diré: ¡Ey, esa era yo!