domingo, 6 abril 08. Voy por una calle de Edimburgo con Pepe y Beto. Para hacer una gracia, dejamos a la puerta de un bar una caja de zapatos con una calabaza dentro. Unos borrachos que salen del bar, al ver la caja, nos persiguen. Entramos en una tienda. Cuando voy a esconderme en uno de los armarios, Pepe y Beto me dicen que me busque otro sitio. Me escondo detrás de unas cortinas muy pesadas y en vez de encontrarme con una ventana o una pared, entro en un dormitorio. Pienso que debe de ser la casa del un cura, porque todo está lleno de adornos religiosos.
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Bajo con Darío de la mano por calle Ferrándiz. Al llegar al kiosco del Zayla, una chica que barre la acera me pregunta cuánto tiempo tiene. Al decirle que tres meses, me doy cuenta de que es imposible que el niño ande. Lo cojo en brazos. Al llegar a la Plaza de los monos, le pregunto cuál es su casa. Darío señala el único piso encendido del edificio del Samoa. La ventana está abierta y veo un cuadro que pinté, Rumbo norte, colgado del revés. En ese mismo momento aparece Andrés y coge en brazos a su hijo. Le digo que se ha portado muy bien. Andrés dice que antes de volver a casa pasaremos por la inauguración de una joyería. A la entrada, nos dan una copa. La mía, al ir bajando las escaleras, se vuelve enorme. Casi no puedo sostenerla, es un cubo de cristal finísimo. Doy un sorbo y me llevo un trozo de cristal con forma de media luna. Mientras yo lucho con mi copa-cubo, Andrés baila con Darío en brazos. Nos vamos, dice. Deberías llamar a Elisa, le digo, y en ese momento aparece Elisa. Forcejean por el niño. Elisa me enseña una foto de sus nuevas compañeras de trabajo. Pienso que es una foto trucada, porque las tres parecen globos de feria con caras de dibujos animados. Elisa lleva mi bolso rojo, que para su estatura le queda enorme. También le queda grande la ropa que viste, pero no le digo nada. Le dice a Andrés que tiene que volver al trabajo, que no olvide dar de comer al niño, y le pregunta si le quedan bien los pantalones. Te quedan muy mal, responde Andrés.
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Bajo con Darío de la mano por calle Ferrándiz. Al llegar al kiosco del Zayla, una chica que barre la acera me pregunta cuánto tiempo tiene. Al decirle que tres meses, me doy cuenta de que es imposible que el niño ande. Lo cojo en brazos. Al llegar a la Plaza de los monos, le pregunto cuál es su casa. Darío señala el único piso encendido del edificio del Samoa. La ventana está abierta y veo un cuadro que pinté, Rumbo norte, colgado del revés. En ese mismo momento aparece Andrés y coge en brazos a su hijo. Le digo que se ha portado muy bien. Andrés dice que antes de volver a casa pasaremos por la inauguración de una joyería. A la entrada, nos dan una copa. La mía, al ir bajando las escaleras, se vuelve enorme. Casi no puedo sostenerla, es un cubo de cristal finísimo. Doy un sorbo y me llevo un trozo de cristal con forma de media luna. Mientras yo lucho con mi copa-cubo, Andrés baila con Darío en brazos. Nos vamos, dice. Deberías llamar a Elisa, le digo, y en ese momento aparece Elisa. Forcejean por el niño. Elisa me enseña una foto de sus nuevas compañeras de trabajo. Pienso que es una foto trucada, porque las tres parecen globos de feria con caras de dibujos animados. Elisa lleva mi bolso rojo, que para su estatura le queda enorme. También le queda grande la ropa que viste, pero no le digo nada. Le dice a Andrés que tiene que volver al trabajo, que no olvide dar de comer al niño, y le pregunta si le quedan bien los pantalones. Te quedan muy mal, responde Andrés.