sábado, 30 diciembre 2018. Voy por la calle con una niña de unos tres años que se supone es mi hija. La niña lleva la cara llena de piercings. Un chico se nos acerca, quiere acompañarnos a casa. Habla con la niña. Parece simpático, pero no me fío de él. Cuando llegamos a la puerta de la casa de mis padres, le doy las gracias y me despido. Entra con nosotras. Comienza a husmear. Saca una caja con las cartas de novios de mis padres, las lee en alto, se ríe, las deja desordenadas sobre la mesa. Sigue revolviéndolo todo. Le digo que se largue. Nada. La niña dice que ha decidido quitarse todos los piercings y que se queda a vivir allí, con mis padres y el chico. Salgo de casa corriendo, temo que me siga. En la calle me doy cuenta de que voy descalza. Me da igual. Pienso en pedir ayuda en la Casa de Socorro que había en Lagunillas cuando era niña, pero ya no existe. Miro la calle vacía. Es de noche, las farolas están apagadas. No sé dónde ir.