miércoles, 26 junio 2019. Entro en un ascensor. Veo en el espejo que no llevo zapatos y que mis tobillos están hinchadísimos. Inmediatamente pienso en el pie hinchado de mi padre, en que quizá haya somatizado su flebitis. Absurdamente, busco un teléfono en el ascensor para decírselo a Alberto. Las puertas se abren, dan directamente a la calle. Entro en un portal con manchas de humedad en paredes y techo. En un rincón hay un teléfono negro de baquelita. Intento llamar, no tiene línea.
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Estoy en lo que parece una fiesta en una la azotea. Hay guirnaldas de luces en la barandilla. Navidad en verano, pienso. Me siento a hablar con oeste. Me cuenta con pena que la gente no se acerca a él porque resulta frío. Le toco el brazo. Estás frío. Se ríe. Le digo, hablando en serio, que quizá resulta frío porque esquiva llegar a cierta intimidad con los demás, que sólo es capaz de contar intimidades por escrito. Pero a mí me parece bien, así debe ser, le digo agarrándole las manos.