arroz de saltamontes

miércoles, 26 agosto 2020. Entro con dos personas más en el ascensor de la casa de mis padres. Bajamos hasta el garaje. Un tipo abre desde fuera la puerta, nos encañona con una pistola y nos dice que salgamos. Están desguazando un coche. El cabecilla, se supone, dice que le dé mi teléfono. Te vas a a reír, le digo. Escondo el "normal" y le ofrezco un Alcatel de los antiguos. Desconfía. Le digo que es justo el que necesita porque no tiene GPS. Es el que usan los narcotraficantes, le digo poniendo cierto entusiasmo en mis palabras. Se pone tan contento que anuncia a sus compinches que va a casarse conmigo.
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Mis amigos están acampados en una playa. Para llegar debo bajar un pared completamente vertical de unos 15 metros. Me dejo caer. Voy cayendo en vertical muy lentamente. Al pisar la arena apenas se me hunden los pies unos centímetros. Entre donde estoy y la zona de baño debo atravesar una charca rodeada de gusanos de 20 centímetros. Intento cruzarla por los bordes sin aplastar ninguno. Cuando llego, mis amigos están recogiendo para marcharse.
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Mi familia está sentada en el suelo al rededor de una mesa muy baja, dispuestos a comer. Les voy sirviendo platos. Son platos exóticos, están avisados, pero no e han creído. Por ejemplo, la tarta que parece de fresas está hecha con coágulo de sangre. Y el arroz con saltamontes. Todo está muy bueno, dicen. Les repito que es comida exótica. Se ríen. Mi padre dice que está tan contento que va a volver a pintar.
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Me hacen fotos para la revista Hola con un tenista porque han descubierto que somos medio hermanos.
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Sigo a una chica disfrazada de árbol hasta los servicios de una especie de instituto con las paredes forradas de madera. Quiere saber de qué habla su novio con sus amigos, quiere saber si se drogan. Espera junto a la puerta. Yo espero a unos metros sólo por saber qué va a pasar. Después de un rato dice que los chicos se cubren entre ellos, no como las mujeres. Esto se lo cuenta a otra chica que le lava el pelo (está boca abajo, como si hiciera el pino sin manos). Salgo del edificio. Tres chicos llevan una lámpara que emite un círculo de luz plana. Intentan atacarme. Le grito a la cara ¡Noooooooooooo!, y empiezo a correr por las calles. No hay nadie. Me persiguen unos metros y me toman por loca. Llego a una zona de bares. Mis amigos están en una terraza a punto de comer. Les cuento que he descubierto que si gritas y corres como una loca te dejan en paz. No me hacen caso, hablan de un anuncio de leche condensada que, parece, les ha entusiasmado. La hija de uno de ellos lleva ropa de invierno y botas del mismo color que la piel: marrón. Les pregunto si se han dado cuenta de que la niña se ha torrado al sol. Ni caso.