lunes, 15 junio 2009. Estoy tumbada en la cama, a mi lado hay un hombre que habla muy despacio. Habla de sus libros como si hablara de la vida de otro o de algo que pasó en el pasado y no va a volver. Oigo un ruido de papel de celofán y pienso que se va a comer un caramelo. Como si leyera mis pensamientos, dice: Es coca. No te creo, respondo. Acerca su cuerpo al mío, huele muy dulce, me abraza, me besa. Demasiado dulce, pienso. Un poco de violencia nos vendría bien, pienso. Otra vez, como si pudiera leerme el pensamiento, dice: Yo no le di ninguna patada a ningún perro, tope pacífico yo. ¿Tope pacífico yo?, ¿qué frase es ésa?, pienso. El escenario ha cambiado de repente, estamos apoyados en un muro de piedras mirando una ciudad en blanco y negro. Le pregunto si le gusta su ciudad, tan gris. Dice que no, pero que no piensa marcharse.
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Muñoz Quintana y yo miramos el correo en el ordenador. Buscamos títulos de libros en el ISBN. En el bolso encuentro las gafas de Alberto y pienso se las ha olvidado. Alberto entra con sus gafas puestas y dice muy contento: ¡He traído bollos!
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Masip, Purranki y yo nos sentamos en un bar, en mitad de la acera. La camarera, en vez de preguntarnos qué queremos tomar, pregunta cómo ha quedado el Reus. Señalo a Masip. Mientras Purranki, a gritos, pide boquerones en vinagre.
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Muñoz Quintana y yo miramos el correo en el ordenador. Buscamos títulos de libros en el ISBN. En el bolso encuentro las gafas de Alberto y pienso se las ha olvidado. Alberto entra con sus gafas puestas y dice muy contento: ¡He traído bollos!
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