viernes, 16 junio 2017. Sobre la mesa del comedor de mis padres hay una caja de madera con letras chinas. Al abrirla se despliega. Dentro hay retales de telas, trozos de tizas y cosas rotas. Se supone que es un regalo de mi hermana a mi padre. Mi padre mira esas cosas sin interés. Hago comentarios para intentar darles valor. Quizá sean telas antiguas, le digo. Nada. ¿Y qué tal sienta llegar a los 90?, le pregunto y me acerco para abrazarlo. De repente reacciona. Comienza a hablar vehementemente de algo pero no entiendo nada de lo que dice, como si hablara en otro idioma, pero por sus gestos está enfadadísimo.
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En calle Comedias, me cruzo con un chico que lleva una botella de plástico cortada llena de monedas. Suenan a cada paso. Yo también llevo una botella cortada, pero con agua y hormigas muertas. Camino más rápido para darle esquinazo. Sé, por el sonido de las monedas, que ha dado la vuelta y me sigue. Me meto por calle Convalecientes y me lo encuentro de frente. He inventado una bicicleta, me dice, mira. Aparece una chica cobre un aro naranja con forma de silueta de gota. No tiene manillar, sillín ni ruedas, sin embargo la chica va muy deprisa. Tienes que probarla, me dice. Niego con la cabeza y sigo andando. Tiro por un sumidero el agua con hormigas. El chico me sigue, camina a mi lado. Vale, no te gustan las bicicletas, dice. ¿Nunca te lavas la cara?, me pregunta. Se refiere a que tengo pecas. Me hace gracia. Lo miro por primera vez a los ojos. Su cara también está llena de pecas. Empieza a caerme bien, pero de todos modos quiero irme a casa. Mira, ahí brilla algo, le digo para distraerlo. Mete la mano en un agujero y saca una especie de tijera enorme. Se sienta en el asfalto y comienza a cortar chapas de hierro. Aprovecho para marcharme.