domingo, 7 enero 2018. Parece que estamos de sobremesa en una azotea, pero no conozco a nadie. Me pongo a hablar con una niña, le pregunto qué tal sus notas. Dice que todo bien menos la física (la niña no tiene más de tres años). La subo a mi falda. Cuéntame, le digo. No comprende cómo algunas partículas pueden atravesar sólidos. Sobre la mesa hay azúcar, talco y un colador de rejilla muy fina. Mira, le digo, el azúcar no pasa por la rejilla, pero si ponemos polvos de talco sí pasa. El mantel queda cubierto de talco. Parece navidad, dice y aplaude. Imagina que tu mano es una rejilla y esas partículas más finas que el polvo de talco. La niña dibuja con el dedo sobre el talco, no me atiende. Siento una tristeza enorme, quiero irme a casa. Me pongo una toalla en la cabeza como si acabara de lavarme el pelo. He olvidado secarme el pelo, digo a modo de disculpa y corro escaleras abajo. Al llegar a la calle tiro la toalla, entro en la estación, compro un billete, pero el tren ya se ha ido. Pregunto a un señor (igual a López Vázquez) si ese billete me sirve para el próximo tren. ¡Sirve para cualquiera!, dice con un tono exageradamente alegre señalando las vías. Las miro. Ningún tren, ningún destino conocido.