limusina

miércoles, 3 enero 2018. Una fila enorme espera para entrar en un concierto. Es en una nave que hay en un descampado. No sé qué hago allí, llevo un par de bolsas, pesan mucho, pero me quedo a observarlos como si no tuviera otra cosa que hacer. Me fijo en una pareja con gesto avergonzado junto a la chica de la entrada. Hay entradas azules y amarillas. Los envía a una zona u otra según el color. Le pregunto a la pareja por qué no entran. Las nuestras son rojas, dice. No existe la zona roja. Les hago un gesto para que me sigan. Pregunto a otra chica. No existe la zona roja. La convenzo para que nos deje mirar desde la puerta. Toda la nave está pintada de rojo. La pareja entra por fin. Yo me vuelvo con mis bolsas. Al salir, es de noche y el descampado está vacío. A lo lejos veo llegar a alguien en bici. Cuando pasa por mi lado veo que es un chico. Va caminando con una luz en la frente imitando los movimientos de un ciclista. Llego a la carretera. Comienza a llenarse de gente. Ahí llega un taxi, me dicen dos señoras que pasean sus perros. Pero el taxi es una limusina. La dejo pasar. Un chico le chista a una chica, la chica vuelve la cabeza y su madre le da una bofetada por atender a un desconocido. Pienso que prefería el descampado a este caos. Todos corren hacia el metro. Recuerdo que han cambiado los tickets, necesito una tarjeta. La chica que los vende no tiene ni idea, me toma los datos pero apunta los suyos. Oigo como el metro llega y se va. Sigo frente al mostrador. Otra chica se ríe de ella. Quiere cobrarme cien euros por la nueva tarjeta. Me voy. Camino por una cuesta detrás de un montón de gente que va a tomar el autobús. Amanece.