jueves, 15 febrero 2018. Grupo heterogéneo de desconocidos. Esperamos a las puertas de un edificio (se parece al obispado). Reconozco a María Lapiedra. Me mira, me saluda con un gesto y camina hacía mí. Nos sentamos en un escalón. Va vestida de rosa pálido, con una lazo enorme. Parece una niña. Le pregunto si le compensa esa vida de escándalos que lleva. Me lo paso muy bien, dice. Una chica se la lleva de mi lado. Pienso que es su agente. Suerte, le digo. El resto del grupo y yo entramos a una habitación que parece un garaje. Cada uno se sienta donde puede. No conozco a nadie. Un tipo con cresta amarilla me hace un gesto con la mano. Parece Manuel Rivas. Pienso que se ha puesto esa cresta para que nadie lo reconozca. Un tipo nos va pasando un micrófono. Tenéis que decir un aforismo no kafkiano sobre el amor, dice. No entiendo nada y todavía sigo dándole vueltas a la cresta de Rivas. Cuando llega mi turno digo: El amor es pan comido. ¡He dicho no kafkiano!, me grita el hombre del micrófono. Una niña y su padre intentan convencerme de que tengo que escribir odas. Odas a poetas contemporáneos, ¡es lo último en poesía! dice la niña. ¡Pero que rimen!, añade el padre entusiasmado. Quiero irme de allí. Busco a Alberto. Nada. Al fondo de la sala hay un grupo en hamacas, como si tomaran el sol. El rincón de los cocineros, pienso. Pepe ve mi cara de pocos amigos y me tiende su móvil. Llamo a Alberto, dice que está en la estación de autobuses, que no aguantaba más. Jordi Cruz, desde su hamaca, señala sonriente mi camisa (blanca) y la suya (estampada de planetas), como diciendo que tenemos un gusto parecido. Me despido. Al salir vuelvo a encontrarme a Rivas. Ya no lleva cresta, se ha peinado con flequillo a tazón. Progresas adecuadamente, le digo. Al salir, oigo a mi madre llamándome a gritos. Por fin, pienso.