martes, 15 mayo 2018. Estoy en la cama. Delante tengo un pasillo largo en penumbra. Veo la silueta de un hombre rebuscando en un cajón, levantando unas tijeras enormes para mirarlas bien a la luz. El hombre se acerca y me clava las tijeras a la altura del hígado. (Justo donde me dolía por la noche cuando me acosté.)
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Alberto y yo estamos de visita en una especie de convento. Hay un pasillo larguísimo con puertas a los lados. Una campana indica que es la hora de comer. Llegamos a un comedor de mesas corridas y nos sentamos con una familia. Alguien dice que a fulanita y menganito les han tocado unas botas de montar y pueden ir a recogerlas. Una pareja chico/chica muy jóvenes corren entusiasmados hacia la puerta. Miro a Alberto como diciéndole: Yo aquí no me quedo ni muerta.