martes, 6 agosto 2019. Virginia y yo pasamos varias peripecias (calles con escalones casi insalvables, policías locos en bicis, etc), hasta llegar a una cafetería donde Alberto nos espera cargado de maletas. Incluso cruzamos por una casa para no dar un rodeo. Allí viven tres estudiantes (uno de ellos es Francis, muy joven; no me reconoce), que no se extrañan de que entremos sin llamar. La casa me recuerda a la de mis padres, salvo que en esta no hay cuadros en las paredes. Uno de ellos me pregunta si me gusta Ródchenko. Le digo que no (aunque en realidad me gusta), y que tampoco me gustan los surrealistas. Pregúntame cuál es el pintor que menos me gusta, le digo. Nada, los tres siguen sin levantar la vista de sus ordenadores. Antes de marcharnos, les digo: Era Dalí, a Dalí lo odio, y no me habéis preguntado cuál es mi pintor favorito. Ni se inmutan. Llegamos a la cafetería en taxi. Alberto nos hace una señal para que no corramos, tenemos tiempo de sobra. Masip sale de la cafetería con un vaso ancho. Dentro hay dos cubitos perfectos, uno transparente y otro del color del patxarán. Me lo ofrece. Le digo que preparé uno igual días atrás y no me gustó nada. Continúa hacia su mesa. Pienso que si Francis era un estudiante y no me ha reconocido, quizá estemos viajando en el tiempo.