martes 29 octubre 2019. Begoña y yo vamos en un taxi hacia el aeropuerto. Me enseña cosas que lleva en la maleta, unos papelitos pequeños, escritos en papelitos muy pequeños detrás de unas fotos muy pequeñas. El taxista (un chico muy joven con ojos desmesuradamente grandes y azules) nos dice que tiene un restaurante y que nos da tiempo a ir. Bajamos a tomar algo. Me fijo en que Begoña lleva un vestido muy bonito de florecitas (y que no lleva nada debajo). Le digo que es muy bonito. Dice que se lo ha comprado en "mi tienda" (se supone que mi tienda favorita que es Natura). Está delgadísima, casi se le transparentan las costillas bajo el vestido. Entramos un momento en el restaurante. El chico se mete en la cocina y nosotras pensamos que no nos va a dar tiempo a llegar al aeropuerto y nos despedimos. Salimos corriendo hacia la puerta porque preferimos irnos andando antes que molestar al chico. Tenemos que dar toda la vuelta al pueblo. Begoña decide tomar un atajo y saltar por una tapia. Intento detenerla porque la tapia está como unos 15 metros de la acera. Begoña dice que se dejará resbalar, pero en vez de resbalar cae. Corro a ver si se ha hecho daño, pero no está en ña cera de abajo, solo está su maleta. Me lanzo como ella, caigo de pie, corro por las calles buscándola. Nada. Cojo su maleta roja, finalmente, y me vuelvo al restaurante. Pregunto al chico (y a la gente que hay por allí) si la han visto, si ha vuelto. Todo el mundo me dice que no con cara de pocos amigos. No sé qué hacer. Pienso que a lo mejor me ha dejado alguna pista en su bolsa. Miro esos papelitos otra vez, pero solo encuentro un papelito que es como una nota de despedida en la hay escrito: HS.
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Voy con mi tía Encarna por la calle. Al llegar a Beatas está a oscuras. Vamos hacia la Plaza de la Merced por Álamos. Mi tía empieza a asustarse (no hay luz ni acera, pasan coches a toda velocidad). Para que no tenga miedo la cojo en la mano porque mi tía se ha convertido en una especie de bocadillo envuelto en una servilleta. Cuando llegamos a la parada de autobús la devuelvo al suelo y se convierte otra vez en mi tía. Decide que se queda con un grupo de gente (parecen muy animados). Le digo que yo me vuelvo a casa en el nocturno. Cruzo Alcazabilla (ahora es peatonal, pero en el sueño está igual que en los 70) y en la parada hay una pareja con un niño. Parecen extranjeros, aunque ella habla un andaluz muy gracioso. Se lo digo. La parada se transforma en su casa. Estamos en el salón de su casa (parece una librería), hacen collares y bisutería con cables de la tele. Todo está lleno de expositores con libros (sobre todo cómics). Charlamos: dos amigas, un señor mayor que dice que es escritor y un chico que no dice nada. El chico me sienta sobre sus rodillas empieza a restregarse conmigo. Me levanto, le digo que vaya al cuarto de baño y, cuando esté relajadito que vuelva. El resto no sabe si estoy en serio o en broma. Pienso que defenderán a su amigo, pero se ponen de mi parte. Ya era hora que alguien se lo dijera, dicen. Una de las chicas se mete un caramelo enorme en la boca. Le digo que parece un caramelo de Willy Wonka, de aquellos que no se gastaban nunca. El señor mayor me pregunta si sé si los hicieron de verdad. Le cuento que hicieron las chocolatinas, y que si alguien hiciera esos caramelos se haría millonario. Todos nos reímos y miramos la boca de la chica, que azorada dice: Esto es un chicle. El señor mayor quiere contarnos una historia sobre Wonka que nadie conoce, dice. Pero la chica del acento andaluz lo interrumpe y cuenta cómo entró en una secta donde tenía que arrodillarse y ondear una bandera en círculo sobre su cabeza. Oigo que empieza a llover. Salgo a la terraza (es la de mi casa). El suelo está lleno de charcos y cubierto de hojas de la portulacaria y de pinzas de la ropa. Barro haciendo montoncitos aquí y allá. Al fondo de la terraza veo a alguien que también barre. Es el chico al que mandé al cuarto de baño.