lunes, 30 noviembre 2020. Una chica toma el sol sentada sobre el asfalto, entre dos coches. Llega alguien que quiere aparcar y la golpea. Ella pide perdón y se levanta. Le digo que quien debería disculparse o, al menos, preocuparse por si le ha hecho daño, es el conductor. Dos chicos nórdicos salen del coche hablando en su idioma. Les digo que pidan perdón a la chica. La miran, se ríen, se van.
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Llego al portal de la que fue mi casa en calle Salitre (aunque no es exactamente igual). Como hace años que no paso por allí, el que era mi buzón está lleno de cartas y paquetes. Incluso han colocado un buzón extra con mi nombre. Me pongo contentísima. Pregunto a Alberto si conserva la llave del buzón. No, dice y se aleja. Aparece una chica con más paquetes para mí. Corro tras Alberto para que me ayude. La llave debes encontrarla tú, me dice. me enfado muchísimo.
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Una familia con un montón de hijos, primos, nietos, quiere construir una casa para poder vivir todos juntos. Se supone que yo pertenezco a esa familia. Veo cómo hablan hacen planes desde una silla de playa que hay pegada a una fachada (a una distancia considerable de la acera). Mientras lo observo todo desde arriba, pienso que la silla se va a caer (y yo con ella). Efectivamente caemos. En la caída pienso que quizás sea capaz de amortiguar el golpe haciendo el amago de levantarme de la silla justo en el momento que vayamos a estrellarnos en la acera. Así sucede. Una vez en la calle, empujo la silla hacia un lado con gesto de Charlot e intento pasar desapercibida.