miércoles, 11 noviembre 2020. Se supone que estoy en Tenerife y tengo que volver a casa. Llego a la parada del bus del aeropuerto. Sólo hay mujeres. Un tipo quiere cobrar por dejarnos subir aunque ya tengamos el billete. Me niego, una chica me secunda. Podemos ir a pie, le digo. La chica va cargada con un cesto enorme.
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Hablo por teléfono con mi madre y a la vez puedo verla como si estuviera delante de mí. Mi hermana y ella van en bañador. Me doy cuenta de que yo también. Mi padre le quita el teléfono, me cuenta que mi madre había escondido una figura de porcelana que él quería regalarme. Mi madre se lo quita a él, me cuenta que mi padre ha roto no sé qué cosa y la ha escondido detrás de un mueble. Les digo que no se preocupen. Me entra muchísimo sueño. Cuelgo y me meto en la cama. Desde la cama oigo un chisporroteo. Creo que me dejé sardinas en el fuego, pienso pero no me muevo.
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Sonia y Michel nos esperan en doble fila en la rotonda de Fuente Olletas. Hay mucho tráfico. A Alberto se le rompe la mascarilla y la deja colgando de un árbol. Se ha hecho de noche. Cruzamos a las bravas. Los coches van muy rápido, las luces parecen fuegos artificiales. Al llegar, en el coche nos esperan Sonia al volante, Michel detrás y en el asiento del copiloto Salvatore que, al salir, se convierte en el padre de Alberto. Me alegro muchísimo de verlo (murió en 2001). Dice que se alegra de que me vaya tan bien escribiendo, les cuenta a los demás que yo era la única que escuchaba sus historias. Dice que se va a casa. Lo acompaño al portal. Adiós palomita, me dice.