vodka

25 diciembre 2021. Llego a calle General Ibáñez. Al subir la escalera que lleva a casa de la abuela de Odila noto que las piernas no me responden, como si tuvieran voluntad y no quisieran subir. Al llegar al portal veo que ha cambiado. A la izquierda sigue la misma casa, pero a la derecha hay un hall enorme muy moderno. parece una clínica dental. Una chica con bata blanca me recibe. Me doy cuenta de que no llevo la mascarilla puesta. Le cuento que yo jugaba allí de niña, que si sabe dónde vive ahora esa familia. Le enseño una botella de vodka que llevo en una bolsa de papel como muestra de que es verdad. Me hace pasar al fondo de la clínica que es un salón de actos dividido en dos por una cortina. En una parte un tipo da clases de algo en una pizarra. En la otra mitad un tipo con pinta de repelente da clases de escritura creativa. Ha venido a ver dónde jugaba, les dice. Toda la clase me mira. Son en su mayoría chicas muy jóvenes. El profesor me trata como una alumna más. Le digo a la chica que está a mi lado que, para que los personajes de una historia sean creíbles hay que trasladarles algo que nos haya sucedido de verdad, que no invente de la nada, que se apoye en su vida o en la vida de alguien. El profesor me oye, dice que no tengo ni idea, que no estoy llamada para escribir, que por ese camino nunca llegaré a nada. Lo dice con una sonrisa beatífica, marcando mucho las sílabas. Una chica se vuelve, cuchichea con sus compañeras, miran el móvil y me miran a mí. Pienso que me han buscado, que me han reconocido. Antes de que le digan a su profesor que escribo, me voy. La chica de la bata blanca me acompaña a la puerta. La chica me dice que está harta de la pandemia, que ha sido un año muy duro. Le doy la botella de vodka.