sábado, 26 febrero 2022. Al levantarme de la cama noto una luz rara que llega del cuarto de estar. Al parecer, las puertas de la terraza se quedaron abiertas toda la noche, las cortinas vuelan hacia afuera y la ropa tendida tirada por el suelo. Mi padre dice que él me agarrará para que no me lleve el viento mientras intento recuperar algunas prendas. Al fin cerramos. Donde está la mesa de comedor hay una especie de pupitre con silla abatible adosada. Le digo a mi padre que se ha roto, si él sería capaz de arreglarla. M padre la observa como observaría a una rata de laboratorio.
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Estoy con un grupo de personas. No conozco a nadie. Se supone que formamos parte de un juego y se supone que es mi turno. Una chica me coloca una túnica blanca. Al colocármela, la ropa que llevaba debajo desaparece por arte de magia. Camino por la acera detrás de la chica. Detrás de mí un séquito de jugadores que dan palmas y corean. Me resulta algo siniestro porque me recuerda a la película Midsommar (que tanto me afecto -para mal- cuando al vi). La chica se detiene, dice que ha llegado la hora. Se agacha, me subo a sus hombros, la túnica queda arrugada entre mis piernas y le tapa la cabeza. Temo que se caiga y yo con ella. Nos acercamos a una especie de muelle. Mira que cerca se ve hoy África, le digo. Pero los cánticos no dejan oír nada. Al llegar al borde, la chica se tira al agua conmigo encima. Nos hundimos muy rápido. Intento deshacerme de ella, pataleo para salir a la superficie. Parece que está cerca, pero tardo mucho en subir y sacar la cabeza del agua. Me agarro al borde del muelle y consigo ponerme en pie. La túnica mojada hace que se me vea todo, pero pienso que ese es mi menor problema. Veo las caras de decepción del grupo. Descartada, dice alguien.