miércoles, 6 agosto 2008. Estoy en una tienda bastante destartalada. Cojo un plato llano y busco la caja. Entro en un ascensor muy viejo, sube muy despacio. Al llegar al último piso, salgo a una azotea en obras. Unos obreros sentados en el suelo, me miran con mala cara. Pregunto dónde puedo pagar el plato y me señalan a un hombre mayor en un despacho acristalado. El hombre tiene delante un montón de detergente en polvo y lo examina sin ganas. Me dice que está prohibido que los clientes suban a la azotea y que me vaya inmediatamente. Vuelvo al ascensor, pero me grita que no use el montacargas. La puerta que hay al lado, se abre. Un chico sale, me mira el escote y se va negando con la cabeza. Dentro hay una chica. Le digo que tenemos que irnos de allí, que me han echado de malos modos. Me pregunta por el hombre del detergente, hace que se lo describa. Una vez en la calle, la chica se agacha y coge e la acera un termómetro roto y lo mete en su envoltorio. Le pregunto si es suyo. No, dice, y lo tira de nuevo a la acerca. Acompaño a la chica. Entramos en un edificio de esa misma calle. Pienso que es otra tienda, pero es un instituto. En el patio, hay alumnos vestidos con ropa de deporte haciendo una especie de coreografía. Nosotras vamos a una clase, donde no tengo nada claro si es una clase de verdad o el bar. La chica se sienta junto a un hombre canoso con barba. Es Miguel Bueno, mi profesor de biología en el instituto. Me alegro mucho de verlo, pero no sé si me reconocerá. Me acerco, me mira, duda y, finalmente, me da dos besos y dice que se alegra mucho de verme. Se levanta con la ayuda de dos bastones de esquiar. Los alumnos deportistas bailan como locos y Miguel cuenta una historia que no llego a oír. Mientras todo esto ocurre, no hago más que pensar que Miguel va a morir en breve.