lunes, 11 agosto 2008. Llego con una familia a una casa en el campo. Podría ser Italia. La casa por fuera no es gran cosa, pero por dentro es un auténtico palacio. La abuela se pone a cocinar inmediatamente. Llena la mesa de diferentes platos. Oigo llorar a uno de los niños pequeños y corro por un laberinto de armarios. Cuando doy con él, dice que se ha perdido y que no quiere vivir allí. Le explico que cuando se pierda, camine doblando sólo a la derecha hasta dar con el patio. En una de las habitaciones-armario encuentro a la niña, está leyendo un tebeo y me pide que no le diga a nadie que se ha escondido allí. En las escaleras del patio, la madre de la familia está tumbada en los escalones tomando el sol. Deberías terminar hoy la novela, le digo. Ella se molesta como un niño al que le dice que termine sus deberes. Ya te la he dejado escrita, sólo tienes que cambiarle algunas palabras, le grito. El hijo adolescente me cuenta al oído que se ha enamorado de una tal Paula. Le digo que su hermano mayor también. El hermano mayor está sentado en las escaleras y le tiendo una copa con agua. Ten cuidado, la copa está rota, le digo. La abuela se queja de que ha pasado todo el día cocinando y la familia le ha dicho que cenarán sólo una mandarina. La consuelo, le aconsejo que para otro día haga menos comida. Me siento a la puerta de la casa. Una chica dice que en el pueblo de al lado está lloviendo. Siento una nostalgia tremenda.