viernes, 31 mayo 2013. Alberto dice que tenemos media hora para llegar al tren. Estamos en lo alto de un monte frondoso. Corremos, nos dejamos caer por una pendiente de piedras. Menos mal que están pulidas, pienso mientras caigo. Al llegar abajo corremos por unas calles también llenas de montones de piedras y conchas secas de erizos de mar. Me entretengo a mirarlas, pierdo a Alberto. Al doblar una esquina, unos niños armados con cuchillos jamoneros me detienen. Intento hacerme su amiga, les enseño unos dibujos que llevo enrollados en la mano. Los dibujos no les gustan. Consigo huir mientras los rompen. Alberto me espera a la entrada de un taller. Hay cientos de cajas de madera con tornillos, tuercas, y material de papelería. Al fondo hay una mesa enorme con restos de cuero. Pienso que quizá haya cuero color amarillo. No te entretengas, dice Alberto. Lo necesito para arreglar el bolso. Me guardo un trozo de cuero en el bolsillo. Me siento feliz.
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Estoy en lo que parece una mina abandonada. Hay poca luz. Las mujeres de mi familia se lo pasan en grande asomando la cabeza por los agujeros de unas placas de madera donde alguien ha dibujado cuerpos de princesas Disney. Mi padre me pregunta si no quiero fotografiarme. No respondo, salgo corriendo. Mi prima Cristina, en la carrera, me da una magdalena. Pienso en Proserpina.