llave

jueves, 7 abril 2016. Parece un vagón de tren. Una chica habla sin parar sobre que hay que usar la vagina, que la hija de una amiga la tenía atrofiada y le tuvieron que meter dos bolas. Cuando termina su discurso para nadie le digo que estaba en mi colegio, en mi clase. Eras amiga de la pelirroja. No sé si se acuerda de mí, pero se alegra de verme. me habla de las reuniones que hacen, me habla del cura, de que tengo que ir a nosequé misa. Yo no digo nada. Me mira muy seria. ¿No serás una Mariflor?, pregunta. No sé qué es eso, pero le digo que no creo en ningún dios. Las manos empiezan a temblarle. Tendré que matarte, no me queda otra, dice. Aprovecho un descuido para recoger mis cosas y pasarme a otro vagón. Alberto duerme en una cama pequeña. Parece una habitación de hotel. No consigo cerrar la puerta, el pestillo está roto.

Estamos en una casa de campo que conoció mejores tiempos. La chica de antes lleva uniforme gris y un delantal. Parece no reconocerme. Me hago pasar por alguien de los suyos. Le digo que vengo por los microchips. Los vuelca sobre una mesa. Dos o tres personas vienen conmigo, quieren ayudarme. Un hombre muy grande coge el microchip que buscamos y se lo traga. La chica nos mira sin creer lo que ve. Tan aturdida está que le digo que nos dé la llave, y va a por ella. Nunca fue muy lista, le digo al hombre grande. Mientras la chica vuelve con la llave, les digo a un montón de ancianos que salgan de la casa, que hay que escapar. Los ancianos caminan muy despacio, se demoran charlando unos con otros. No sé cómo tengo la llave. Una llave de hierro de 30 centímetros. Encierro a la chica en la casa y huimos lentamente. Un niño llora. Una pareja que lo llevaba de la mano decide abandonarlo. Ni siquiera es nuestro, dicen. El niño dice que ha perdido su silbato y que no se irá sin él. El niño lleva una gomilla que le aplasta las orejas contra la cabeza y que le pasa por la nariz. Se la quito. Tiene orejas de soplillo, pero deja de llorar. Una sonrisa enorme. ¿Era esto?, pregunto. Sí, dice el niño. Lo tomo en brazos y huimos por un túnel.

En la boca del túnel hay un vigilante. Lo miro con temor. Parece que me conoce de algo y sonríe, me saluda con la cabeza dándome su beneplácito para que huya. Me vuelvo hasta él de nuevo. Es usted el hombre más guapo que he visto en mi vida, le digo. El hombre se quita la gorra y huye con nosotros. Una chica rubia vestida de fiesta dice que nos demos prisa. Los ojos del vigilante brillan. Siempre las rubias, le digo con un gesto cómplice. Él me pone una mano en el hombro y corre tras ella. Al llegar a una plaza que da al puerto, vemos la casa desde fuera. Hay una puerta que da directamente a la plaza. Podríamos haber salido por ahí, dice alguien. Pero la puerta está sellada con varias barras cruzadas de hierro negro. En la plaza todo sucede con normalidad, gente que pasea o que vende en sus puestos. nadie nos mira. Hemos salvado a más de mil, le digo al niño. Y de repente no sé qué haré con ese niño que no es mío y si siquiera sé cómo se llama.