miércoles, 18 diciembre 2019. Tengo todo preparado para irme al aeropuerto. Al despedirme de mi madre, dice que no olvide el móvil. Lo busco, no lo veo. Estamos en una casa que nunca he visto. Entro en habitaciones sin saber lo que hay detrás de la puerta. En una de ellas un cuadro de baño donde dentro del váter hay trapos manchados de sangre. También hay sangre por las paredes y en el suelo. Pregunto qué ha pasado, pero nadie dice nada. Mi hermana, con los brazos cruzados, desde la terraza, dice que quizá alguien que estuvo de visita se llevó mi móvil porque igual a todos. No comprendo cómo lo dice tan tranquila. Miro el reloj. Son las 14.50. He perdido el tren, el próximo es a y diez y el avión sale a las 15.30. Nada, no me da tiempo, le digo a mi madre. Me echo a llorar desconsoladamente. Mi madre dice que no me preocupe, que mi padre y ella salen en el avión de las 18.30 y mi padre ha decidido ir en camiseta y bermudas. Lloro aún más. Decido irme de todos modos y me doy cuenta de que voy descalza. Me da igual, pienso, no pienso salir del hotel porque voy a pasarme el día llorando. Corro a la calle, hay varios autobuses parados (de esos que llevan acordeón en el centro) intentando dar la vuelta en la plaza de los monos. Le hago una seña con la mano a uno de ellos para que me deje cruzar. No me ve. Mientras estoy cruzando debo tumbarme sobre el asfalto para que no me atropelle. De esta no salgo viva, pienso.