miércoles, 4 diciembre 2019. Me encuentro a un tipo y a su hijo por la calle. Se supone que nos conocemos pero hace mucho que no nos veíamos. Mientras caminamos, saca un cigarrillo y su hijo otro. Le cuento al niño que jamás he fumado, ni cuando las niñas de clase me presionaban. No deberías fumar con 15 años, digo. Tengo 11, dice. Su padre no dice nada. Llegamos a un bufet libre (se supone que hemos quedado allí con otros amigos). Todas las esas están ocupadas por grupos de ingleses que nos miran con mala cara. En el centro del salón hay un hueco desde el que se ven otros salones también llenos. En el de abajo sólo sirven pizza y hay que pagarlas. El amigo ve a su hijo pedir pizza y baja corriendo a por él muy enfadado. Veo llegar a Tres amigos. Están muy borrachos, bajan la escalera a trompicones. Uno de ellos es Masip, que cae de bruces. Intento ayudarle. No me toquéis que podéis hacerme daño, dice y se convierte en un muñeco de gelatina, del tamaño de un dedo, que se deshace si lo tocas. La gente no deja de entrar y temo que lo pisen. Intento levantarlo metiendo un papel entre el muñeco y el suelo, pero la gelatina comienza a convertirse en charco, y las piernas y brazos a separarse del tronco. Hago lo que puedo, lo coloco en la palma de mi mano. Le soplo, le ruego que no se deshaga.