domingo, 30 octubre 2022. Llego a casa de mis padres. Mi madre está sola y parece agobiada. Mientras recoge la ropa tendida le echa un ojo a la sartén que tiene en el fuego. La sartén es profunda y tan grande que sobresale una cuarta de la cocina. Temo que se vuelque y mi madre se queme. Dentro de la sartén hay distintas cosas (verduras, pescado, carne y hasta un postre). Le pregunto suavemente si la ayudo. Se echa a llorar. La abrazo. Se supone que tengo que ir al médico pero no puedo dejar a mi madre sola. Mi tía dice que vaya en taxi, vuelva pronto y lleve después a mi madre a su casa. Le digo que para eso mi madre tendría que arreglarse el pelo. Mi madre se toca el pelo, dice que no piensa hacerse nada, que la dejemos vivir a su aire, y se echa a llorar. De repente estoy en un taxi. Llevaba cinco euros sueltos para pagar pero el taxista dice que son once. Mucho me parece para un trayecto tan corto (solo ha cruzado la calle). Me bajo y camino entre coches (no hay semáforos). Mientras esquivo a unos y otros, pienso en dónde iba. Se me ha olvidado completamente.
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Hay una lectura de poemas en una caserón enorme con las paredes de cristal. Afuera hay un jardín también enorme. Se supone que es un gran acontecimiento porque hay muchos invitados que pasean de un lado a otro con sus copas en la mano (algunas copas llevan incluso sombrillas de papel y pajitas de rayas). La lectura tarda en empezar porque nadie sabe cómo funciona la mesa de sonido ni el micrófono. Le pregunto a mi padre que está retrepado en un sofá junto al jardín. Será un problema de cables, dice. He visto a la familia Chivite y quiero que me oigan leer, pero el público empieza a marcharse. Subo a la azotea por si fuera problema de antena. Antena no hay, pero encuentro una mochila en el suelo con ropa. Es mía. No sé quién la habrá puesto allí. Empiezo a pesar que alguien ha saboteado la lectura. Cuando bajo, no queda casi nadie, solo mi familia. Vas echa un mamarracho, deberías cambiarte de ropa, me dicen.