pulsera de maizena

miércoles, 16 octubre 2024. Hablo con Begoña por teléfono mientras busco el coche (no recuerdo dónde lo he aparcado). La noto muy triste, dice que en cualquier momento irán a recogerla. Se supone que van a ingresarla en un hospital. Yo pienso que en realidad es una secta y no van a recogerla, van a por ella. Le digo que tenga cuidado, que ya sé que no le permitirán tener móvil, pero que haga todo lo posible por ponerse en contacto conmigo.
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Mesa larga de madera. Está toda mi familia (los vivos y los muertos; mi padre parece joven). Veo a mi padre intentar quitarle un pelo a su plato para poder seguir comiendo. Me extraña porque es muy escrupuloso. Miro a mi madre. Se lo digo con un gesto. Ah, es que el pelo es suyo, dice mi madre tranquilamente. En segundo plano hay una tele donde aparezco yo disfrazada de geisha. Pongo caras muy raras mientras canto en japonés inventado. ¿De verdad estoy tan gorda?, pienso, pero no me atrevo a preguntar a nadie.
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Vuelvo a casa (mi casa no es mi casa, es un edificio muy antiguo de piedra en una plaza adoquinada en cuesta). Paso por delante de una joyería que hay justo enfrente. Las dependientas ya están cerrando. Me acerco a preguntar por una pulsera del escaparate. Hemos traído la que usted quería, dice. Me arrepiento de haberme acercado (no quiero esa pulsera, solo fue curiosidad, porque la vi en un capítulo de Larry David). Les hago preguntas para poder decir en algún momento que no me interesa. ¿Son circonitas? Son zafiros. ¿Es de oro? Está hecha de Maizena y flan, de ahí el color, mañana puede venir a por ella. Cruzo la plaza a todo correr, pienso que al día siguiente puede ir Alberto a comprarla y decir que no la quiere por algo. Al llegar al edificio, veo a un tipo igual a Alberto, con su misma ropa, que se arrodilla y se santigua en la acera, delante de una iglesia. No se parece en nada, me digo. Sigo pensando en la pulsera, Alberto me la podría regalar por mi cumpleaños, pero seguro que me queda grande, tendrá que tener cuidado de que no lo engañen y le quiten piedras para achicarla, le diré que las piedras que sobren se las den para hacerme unos pendientes a juego, pero en otra joyería. En todo eso voy pensando mientras subo al último piso por unas escaleras de piedra muy viejas (algunas tienen musgo; temo resbalarme porque voy descalza). Me miro las piernas y me extraña que estén tan morenas. Me gustan. La puerta parece de establo, hecha con tablones viejos, no necesita llave, empujo y entro. Parece una casa de campo abandonada con un prado enorme al fondo. Siento no haber llamado, pero la puerta está rota, le digo a Alberto.
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Alberto y yo vamos en coche por una carretera muy estrecha junto a un precipicio. Al llegar a una curva se hace de noche de repente. Se supone que vamos a un restaurante muy exclusivo que hay en la cima. Le recuerdo que ya estuvimos una vez y no nos gustó nada. Al llegar se hace de día de repente. Todas las mesas están ocupadas y hay una cola larguísima para llegar a una mesa donde hay una tarta de comunión. Pasamos entre las mesas, sin bajarnos del coche, buscando una libre.