martes, 1 enero 2013. Estoy en un jardín que a ratos se convierte en una sala de estar con vitrinas repletas de caballitos de cristal. Al fondo del jardín, en una especie de establo, puedo ver a Vonnegut metido en la cama. Le pregunto a un chico, que se supone es su hijo, si puedo acercarme a decirle algo. Me detiene levantando un brazo, como si fuera guardia de tráfico. Dice que su padre ha perdido la cabeza, que se pasa el día en la cama hablando solo, que los últimos libros que se han publicado ni siquiera los ha escrito él. Comienza a llover y unos niños se refugian bajo un columpio con sombrilla de cañizo. De repente avanzo a cuatro patas por una galería de tubos blancos que empieza a estrecharse cada vez más, resbalo, caigo a un patio y me estrello en el suelo. Puedo ver, pero no puedo moverme ni hablar. Un tipo llega con un carrito de chucherías. Al parecer se dedica a recoger cuerpos de las calles, rellenarlos de chucherías y a venderlos como piñatas. Noto como me abre, me rellena de caramelos y juguetes de plástico y me cose. Confío en que pronto sea el cumpleaños de Vonnegut y su hijo me lleve a casa. Así sucede. Estoy colgada del cañizo y los niños de antes van a golpearme con un palo para que los caramelos caigan.