martes, 26 marzo 2013. Alberto y yo caminamos pro el paseo marítimo, buscamos un sitio para cenar. Mientras una pareja se hace arrumacos en la terraza de un bar, Alberto prueba su comida. Está buena, nos quedamos. Los dos lo miran con más miedo que furia. Sólo hay una mesa, es muy pequeña y está mal encolada. Al poner las bebidas encima se rompe. La camarera, embarazada de ocho meses, se ríe a carcajadas. Nos vamos, llegamos a casa de Daniel. Está jugando con su hija. Os ha crecido mucho el pelo, le digo. Hablamos de quién ha perdido más pelo en todo este tiempo sin vernos. La casa está en obras, hablamos de cómo era antes. Nos cuenta que Clara tiene pesadillas y algunas noche lanza cuchillos mientras duerme. En realidad lanza camiones de juguete, pero ella cree que lanza cuchillos, dice. Salimos de la casa, es Navidad, todo está lleno de gente adornada con espumillón y matasuegras. Los camareros hacen bromas a la gente que pasa. Siempre me gustó Madrid, le digo a Daniel. Eso es porque no vives aquí, dice. Intento que Alberto me apoye, que le diga que yo fui muy feliz cuando vivíamos allí. Alberto dice que no, que me pasaba el día llorando. Eso sólo fue el primer mes, le digo. Bajamos con dificultad un terraplén de piedras. Ellos desaparecen. Cuando llego a la carretera intento adivinar qué camino han cogido. Para ir más rápido elevo los pies del suelo y me desplazo como si nadara a braza. Te adelantan todos, me dice con sorna una señora que empuja un cochecito de bebé. Demasiado hago, le respondo. Acabo en un barrio de casas apuntaladas con grafitis muy feos en los muros. Una niña me dice con señas que la siga. Va unos pasos por delante, al dar vuelta a una esquina se convierte en una especie de sombrilla azul de papel de seda y se clava en un jardín lleno de pequeñas sombrillas azules. Pienso que a Alberto le encantaría verlo. Entro en lo que parece un restaurante chino, donde espero encontrar a Alberto y Daniel. La estábamos esperando, dice con mucha ceremonia un camarero. Me hace pasar a una sala dorada ostentosa y fea. Hay dos chinos idénticos, vestidos igual, sólo que uno lleva la chaqueta puesta del revés dejando ver el forro de raso. Me siento junto al que lleva la chaqueta del derecho. El camarero vuelve. ¿Le traigo su café?, pregunta. Cortito, dicen los dos chinos a la vez. Y usted, ¿quiere tomar algo? Un café pequeño, gracias. Estoy muy cansada, le digo a los chinos y de momento me quedo dormida sobre los cojines dorados.