sábado, 29 octubre 2016. Parece una procesión o una verbena de barrio. Hay banderitas de balcón a balcón y mucha gente comiendo en la calle, en mesas improvisadas. Un tipo con pinta de usurero le dice a una chica rubia que hoy han sacado mucho. Los veo alejarse entre el bullicio y entrar en una pensión. En el suelo, a mis pies, hay una bolsa de tela. Dentro, varios rollos de billetes que no reconozco y dólares. Pienso en entregarlo a la policía, pero también hay dos paquetes de papel de seda con bolitas de hachís. Pienso que si entrego el bolso puedo meter a alguien en un lío. Por otra parte, supongo que la bolsa era del usurero y no me ha caído nada bien. Camino entre la gente hacia la pensión, pensando que quizá la bolsa no sea suya. Por el camino, que se me hace muy largo, un chico muy joven intenta ligar conmigo. Le digo que estoy casada. Pues no llevas alianza. Pero podría ser tu madre, no: tu abuela. De repente las luces de la calle se encienden, el chico me mira y se va. Sigo pensando en cómo hacer para que todo ese dinero llegue a su verdadero dueño. Me siento en la terraza atestada de un bar y aparece Antonio. Sin saludar siquiera, como si hubiéramos dejado la conversación hace un minuto, me dice que ya tiene las lentejuelas ionizadas que le pidió Esther. No sé quién es Esther ni sé lo que son las lentejuelas ionizadas, pero me alegro tanto de verlo que no le pregunto. Las lentejuelas son para que las cosa en las bocamangas, parecerán escamas, me explica con un gesto. Se le ve feliz. Le cuento mi historia del dinero. Caminamos. Dice que lo mejor es poner un anuncio en la radio, que él es mucho de radio. De repente es de día y ya no queda nadie en las calles, sólo papeles en el suelo. Mientras lo oigo hablar, me pregunto cuándo me dirá que tien que irse.