martes, 14 marzo 2017. Estoy en una especie de retiro. Hay ancianos y familias. Una pareja me cuenta sus problemas con un albañil. Su hijo dibuja de maravilla. Lo que dibuja ocurre. El niño dibuja una casa voladora y la habitación donde estamos empieza a elevarse. Caemos en una playa donde hay unos bolos gigantes de madera. Miro el paisaje. No hay casi nadie. Me gustaría saber que no hay nadie más en el mundo, una sola luz a lo lejos me crea ansiedad, les digo. No me hacen caso. Volvemos a la residencia. Me pongo las Martens e intento bajar por una cascada. Las suelas se me han despegado. Corro hacia casa para cambiarme de zapatos, pero no reconozco las calles. Una de las calles es una cuesta completamente vertical negra. Deseo que el asfalto sea Velcro y así sucede. Me tumbo y dejo que la gravedad me deslice suavemente. De ahí paso a una sala de espera donde unas personas están viendo la tele. Alberto está al fondo. Le cuento que he reservado dos noches en esa residencia (como si él supiera cuál es, como si yo fuera habitualmente) y ahora me arrepiento. Dice que me vendrá bien estar sola, pero que podía haber elegido un sitio mejor. Decido que volveré para decirles que no me quedo dos noches porque no quiero dejar solo a Alberto. Llaman a la puerta, nadie se mueve. La puerta es de cristal esmerilado color ámbar. No sé ve a nadie. Abro, no hay nadie. Al cerrar, veo pasar una figura de hombre enorme que se va gritando: ¡Me las vais a pagar!