martes, 8 septiembre 2020. Las calles del centro son como antes: no peatonales con las aceras estrechas. Las aceras están mojadas. Caminamos en fila. La señora que va delante mí intenta esquivar las baldosas sueltas para no salpicarse. Yo llevo las sandalias planas rojas y temo mojarme los pies. Llego a una parte de la ciudad que no conozco (y que suele salir en los sueños). Se ha hecho de noche de repente y las calles no están iluminadas. Un taxista me pregunta si me lleva. Avanzamos tan solo unos metros. La calle está cortada por obras. Le digo que no dé la vuelta, que en cinco minutos andando llegaré a casa. Son 200 pesetas, dice. Me extraña que hable de pesetas pero no le digo nada. También me extraña que en mi bolso, en vez de monedero, llevé una bolsa de plástico con cierre hermético con un billete de 500 pesetas. Se lo doy. Dice que no tiene cambio, que no me va a cobrar nada. ¿Esto es un taxi o una ONG?, pregunto. Se ríe. Dice que su novia está harta de que no cobre a los clientes, que en casa no tienen ni para comprar electrodomésticos. Mi único electrodoméstico es una paella para hacer el arroz, dice y nos reímos. Le cuento que lo primero que compré cuando iba a casarme fue una olla a presión. Me pregunta cómo funciona. Se lo explico, poniéndole de ejemplo cómo se hace un estofado. Dice que no le interesa un aparato así. Me hace gracia que le llame aparato. De repente estoy en una habitación decimonónica con muebles muy oscuros de tantas capas de barniz. Luciano está sentado en un sofá viendo una tele en blanco y negro.
¿Nos vamos?, esta habitación me da mal rollo, le digo. Luciano dice que quiere quedarse para ver cómo acaba el episodio del taxista. Miro la tele: somos el taxista y yo.