miércoles, 20 abril 2022. Estoy en un pueblo. Se supone que he ido a ver a Daniel porque toca en un grupo. Se supone que el concierto ha terminado. Daniel no ha tocado. El público sale de la sala. Espero en la puerta por si Daniel sale de todos modos. Un chico muy alto y muy guapo me saluda como si me conociera de toda la vida. Me invita a cenar. Le digo que no puedo, que he quedado, pero que puedo acompañarlo a su hotel (solo quiero que me dé información sobre Daniel). Nos despedimos, se va triste. Vuelvo a mirar hacia la sala por si veo a Daniel. Uno de los músicos sale, también muy alto y muy guapo, y me dice que vayamos a cenar. Qué manía con cenar, pienso (como empiezo a no entender nada, me miró en un espejo y es justo lo que sospechaba: no soy yo, soy muy guapa, tengo una melena maravillosa, con ondas, y voy muy maquillada, ahora entiendo que cualquiera quiera invitarme a cenar). Le digo que ya he quedado con unos amigos, pero que si quieres se puede venir con nosotros. Le pregunto si Daniel ha tocado con ellos. No sabe, nombra a dos extranjeros que no tienen nada que ver. Al salir veo al otro chico alto y guapo de antes en un rincón del hall del hotel/sala de conciertos. Pienso en qué haría si tuviera que quedarme con uno de los dos. Con ninguno, decido. Vuelvo sola a mi hotel que se ha convertido en la terraza de casa. Hay un armario con departamentos y en cada uno un teléfono de clavijas. Sobre una mesa hay hojas secas. Intento hacerles fotos y mi familia dice que deje de hacer tonterías y encienda la tele, que los demás quieres verla. Desde una de las clavijas llaman Emilio y Tony. Dicen que si quedamos para cenar. Desde otra clavija aviso a Sonia, por si quiere venir (no quiere). Les digo que si consiguen dar con Daniel, nos vemos allí a las 21h. Daniel está aquí, pero ya se va porque ha perdido un zapato, dicen.