jueves, 21 julio 2011. Hago cola en un parque de atracciones con mi madre, mi tía, mi hermana, mi prima Elisa, Andrés y mi sobrino Darío. La atracción me parece peligrosa para un niño de tres años, pero no digo nada. Nos ponen unos arneses y nos sientan en unas butacas colgantes. Cierro los ojos. Oigo ruido de cadenas oxidadas, me molesta tanto que hago un esfuerzo para sintonizar directamente con mi cerebro alguna emisora de radio. Lo consigo. El paseo es violento, pero ni veo ni oigo nada. Cuando bajamos, Andrés dice que le ha gustado mucho la música. Me pregunto si también habrá sintonizado mi cerebro, pero no digo nada. Nos distraemos del grupo y nos perdemos. Andrés corre por unos pasillos anchísimos y escalinatas inmensas, parece Versalles. Todo está desierto. Lo pierdo. La luz artificial es amarillenta y da pena. Cuando al fin llego a unas taquillas me dicen que debo darme prisa, que el grupo está a punto de partir. Corro por un descampado, hay yucas enormes que se me clavan en el pecho y en los brazos. Veo al grupo en una parada de autobús, lejos, en un hondonada. Andrés me hace señas para que me dé prisa. Cuando llego, están sentados y comiendo. El bus es un bus-restaurante. Parecen contentos. Andrés, sin de jar de comer, me dice que ha perdido mi bolso. No sé de qué me habla.