viernes, 29 julio, 2011. Al llegar a la Plaza de la Merced me encuentro a Elena. Va en bici. La bici lleva detrás, arrastrándolo, un cochecito de niño. Dice que vuelva a casa porque ha quedado con Alberto. Pedalea muy rápido. No entiendo nada, doy dos pasos y pienso que no quiero volver aún. La plaza está en obras, la cruzo entre escombros. Las calles cerca del mercado no tienen aceras. Noto que me siguen algunos turistas. Comienzo un recorrido absurdo, trepo por balcones y paredes, para comprobar si me siguen. Me siguen. En uno de los balcones los turistas me adelantan mientras a mí se me queda la falda, que es larga hasta los pies, enredada en unas macetas. Trepo de nuevo por una fachada agarrándome a las rejas de las ventanas y entro en un restaurante. Una mujer me pregunta si he ido a ver los pasos de semana santa. Ha dicho pasos, no tronos, y sospecho que me he alejado demasiado y que estoy en Sevilla. Nos asomamos a un balcón con otras señoras mayores. Les pregunto si es que son muy devotas. No, dice una, es que debajo hay una tienda de deportes y queremos ver de cerca a ese futbolista tan famoso.
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Hay un chico sentado en el sofá corrido de una zapatería. Me recuerda mucho a Eduardo, pero no estoy segura de si es él. Me siento a su lado y le explico una teoría, se supone que mía, sobre los parecidos y los gustos literarios. Saco una libreta y un boli para apuntar, y le pido que me diga los nombres de sus autores favoritos. Parece sorprendido, incluso asustado. Le vuelvo a decir que estoy segura de que nos gustan los mismos escritores porque se parece a mi amigo Eduardo, y por eso quiero que me diga qué otros escritores le gustan para que yo los lea. No dice nada. Insisto: ¿Te gustan Beckett, Camus, Bernhard, Vonnegut? No, dice él.
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Alguien me enseña con mucho misterio un anillo envuelto en un trapo. Es un rubí, dice. Lo pongo al trasluz y pienso que es sólo un granate, pero no digo nada. Al devolverlo al trapo, me siento tremendamente feliz.
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Hay un chico sentado en el sofá corrido de una zapatería. Me recuerda mucho a Eduardo, pero no estoy segura de si es él. Me siento a su lado y le explico una teoría, se supone que mía, sobre los parecidos y los gustos literarios. Saco una libreta y un boli para apuntar, y le pido que me diga los nombres de sus autores favoritos. Parece sorprendido, incluso asustado. Le vuelvo a decir que estoy segura de que nos gustan los mismos escritores porque se parece a mi amigo Eduardo, y por eso quiero que me diga qué otros escritores le gustan para que yo los lea. No dice nada. Insisto: ¿Te gustan Beckett, Camus, Bernhard, Vonnegut? No, dice él.
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Alguien me enseña con mucho misterio un anillo envuelto en un trapo. Es un rubí, dice. Lo pongo al trasluz y pienso que es sólo un granate, pero no digo nada. Al devolverlo al trapo, me siento tremendamente feliz.