sábado, 27 octubre 2018. La casa tiene es una sola habitación de planta cuadrada. Los muebles, incluidos los de la cocina, están pegados a la pared, dejando en el centro un espacio enorme. Organizarán bailes, pienso. Estoy sentada en una de las sillas y una señora se afana en limpiarlo todo concienzudamente pero con prisa. Le digo que se vaya, que yo me encargaré de todo. Me da las gracias y un trapo mojado, y desaparece. Miro a mi alrededor. Me gusta la luz que entra desde la calle. L ventana está apenas a dos metros de la acera. Entro y salgo por la ventana varias veces porque me gusta el roce del muro caliente cuando me dejo resbalar. Una pareja aparca su furgoneta y me hacen señas. Me dan un saco enorme. Súbelo a casa, es la comida de los niños, dice sonrientes. El saco está lleno de gusanos vivos. Intento que no escapen. Cuando me ven trepar por la ventana tengo que explicarles ue me gusta notar el muro caliente, etc. Estoy fascinado, dice el chico. Lo miro, pienso que es guapo. Al entrar, la casa ha cambiado de aspecto. Tiene habitaciones. Delante del dormitorio hay un mapa en el suelo y, sobre el mapa, unos gusanos verdes fluorescentes que en nada se parecen a los marrones que llevo en el saco. El chico los aplasta con la mano. El líquido verde brillante que desprenden tiñe algunas partes del mapa, ordenadamente (los ríos, los lagos). Abro una puerta y aparece un dormitorio con muebles verdes (muy bonitos) a los que les han pintado flores blancas y rojas (muy feas). El chico me mira orgulloso. Deja de gustarme en ese instante. Si me das una tiza lo arreglo en un momento, le digo. El dormitorio se convierte en una pizarra que ocupa toda la pared. La cuadriculo. El chico me mira desde un rincón. No sé bien si está enfadado o feliz.