miércoles, 24 octubre 2018. Se supone que viajamos en avión, pero en realidad es un autobús. El conductor, un hombre muy tosco, nos dice que bajemos a ver el paisaje y dentro de unas horas nos llevará al aeropuerto para continuar el viaje. El paisaje es precioso, desde luego, pero preferiría quedarme esperando en mi asiento. Me alejo del grupo, llego a un bar en mitad de la nada. Reconozco a David González. Me siento a su lado, pero parece no reconocerme. Sus amigos están arremolinados sobre un móvil de última generación. Me hace un gesto de "Son tontos". Saco mi móvil tipo castañuela. Con esto no hay quien se distraiga del trabajo, le digo. Nos reímos. De repente recuerdo que tengo que volver al bus que me llevará al aeropuerto. Ya se ha ido, dice David, sin dejar de escribir sobre el mantel de papel que cumbre la mesa.
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Salgo del coche. En el suelo del garaje hay una bolsa de plástico. Un vecino me pregunta si es mía como si la quisiera. Puedes quedártela, le digo. Está rota, responde y se va. La tiro a una papelera. Salgo a la terraza de un bar. En las mesas sólo hay niños tomando refrescos. Hacen que fuman, pero en los ceniceros hay muñecos de goma. En uno veo a un Ideafix gris. Dudo si será el mío. En otro cenicero está mi llavero de osito. Me lo llevo sin ceremonias y muy mosqueada. Al entrar en el bar, se convierte en la cubierta de un barco, y está enmoquetada. Hay cientos de muñecos en el suelo, parecen comestibles. Pruebo uno, sabe a cartón. Busco entre las escobas una que sea para alfombras. Todas están muy gastadas. Al barrer, los muñecos se deshacen y ensucian la moqueta. Siento una tristeza y una rabia enormes.