domingo, 11 noviembre 2018. Voy con mi tía y mi madre en una caja/coche de plástico azul. Mi tía no tiene carnet de conducir. Se mete con espacios muy estrechos y pendientes que dan al mar. Miro hacia abajo y pienso: Ya está, nos matamos. Pero la caja/coche no cae, aparca en el jardín de una casa y bajamos. La casa se parece al castillo de Gibralfaro. Hay muchos turistas. Mi madre ve una cola para la cafetería y allá que va feliz. Todos son ancianos, pienso que estará acompañada y salgo a mirar el paisaje. Alguien grita: ¡Corran! ¡Tsunami vertical! No sé de dónde sale tanta agua. Baja a toda velocidad. Antes de empezar a correr, pienso que mi madre ya estará en casa y que la llamaré cuando baje el monte. Según avanzo voy pensando a qué árbol podría agarrarme si el agua llegara a mí. Un grupo me hace señas desde detrás de una verja. Aquí estaremos al salvo, dicen. Pienso que el agua traspasará los barrotes, pero no les digo nada. Miro hacia arriba. Una gran ola arrastra a todos los turistas que había en un mirador. No caen, quedan ordenados unos sobre otros. Piden ayuda a gritos, les digo con señas que los de arriba se vayan quitando para no aplastar a los de abajo. Otra ola. Grito, ¡No! y me despierto.