miércoles, 31 diciembre 2025. Abro la puerta del ascensor y está lleno (más de diez personas). Me dicen divertidos que entre, que no pasa nada. Les recuerdo que ya una vez se fue al foso. Tiran de mí, entro. De repente el ascensor es un autobús. Una señora extranjera me pregunta qué son los espetos. Sardinas asadas al fuego, le digo. Me enseña una foto de unas gambas. Le digo que la han engañado, le recomiendo un restaurante y que pida gazpachuelo. Otras señoras del bus quieren que les dé la receta. Apuntan en sus móviles lo que voy diciendo. Una de ellas dice que tengo que hacer un libro de recetas típicas malagueñas y venderlas en el autobús. Me fijo en que Alberto no está, se ha bajado en la anterior parada. Desde ,a ventanilla lo veo en una terraza tomándose una cerveza con Enrique y una chica. Abro la puerta del bus con las manos, me hago mucho daño, me bajo en marcha, caigo a la acera y no tengo piernas, tengo una de esas tablas con cuatro ruedas. Para avanzar cuesta arriba me empujo con las manos metidas en los puños del jersey. Dos moteros se me acercan. Pienso en sí llevo algo de valor en el bolso. Nada importante, pero me apenaria perder el bolso porque me lo regalo mi prima Elisa.
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Nos hemos mudado a un estudio (se parece a la que fue la casa de mi abuelo Manuel). Mi hermana vive con nosotros. Está en albornoz, en el sofá, enviando wasaps. Ha metido los platos sucios en el frigorífico, ha derramado la leche, todo está pringado (y eso que acabamos de llegar). Intento colgar la ropa recién lavada en un tendedero plegable que hay en la ventana que da al descansillo. Imposible. El tendedero acaba cayendo sobre unas chicas rusas que querían alquilar un piso. Al ver el panorama se miran y dicen: ¡De ninguna manera! La agente con su carpeta en la mano me mira con cara de odio.