martes, 30 septiembre 2008. Estoy sentada en el suelo entre dos sofás enfrentados. En uno está Héctor con Heliezer tapados con una colcha de croché, en el otro Daniel. Los miro desde abajo, los oigo hablar. Alberto me hace una seña desde la puerta, dice que nos vamos. Daniel se levanta para acompañarme, para consolarme, porque sabe que no quiero irme. Alberto nos guía hasta un jardín de dos metros por dos metros. Señala un nicho y nos dice que ahí está enterrado su padre. Justo enfrente hay una loseta de cuarto de baño, a modo de lápida, con un nombre escrito en unos caracteres que no reconozco. Daniel se agacha a leerlos y me dice: Eres tú, es tu nombre, estás enterrada aquí. Lo dice con alegría, para animarme, como si creyera que es lo que yo necesitaba oír.
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Héctor y yo estamos sentados en el suelo de una terraza con los pies colgando y la cabeza entre los barrotes. No hablamos. Intento que no note que estoy llorando.
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Héctor y yo estamos sentados en el suelo de una terraza con los pies colgando y la cabeza entre los barrotes. No hablamos. Intento que no note que estoy llorando.