sábado, 27 diciembre 2008. Estoy sentada al fondo de un salón de actos. Parecería un cine si no fuera por la pizarra. Veo a varios de mis amigos, pero por más que intento saludarlos me miran con cara de no conocerme. Blas, mi profesor de matemáticas del instituto, entra y pasa lista. A cada alumno le da una carpeta azul con ruedas. A mí ni me nombra ni me da nada. Al levantar la vista, para decir que todo lo que está en la carpeta entrará en el examen, me ve, se alegra y me llama por mi apellido. Le pregunto si quiere que baje con la montera. Me pide que, por favor, me la ponga. Bajo la grada de butacas con la montera en la mano y explico ante toda la clase los tipos de paseíllo que existen como si fuera una eminencia en toros. Blas me pide que ya que no me he puesto la montera, me ponga al menos una peina con flores. Me la pongo y miro a la clase. La clase sigue a lo suyo. Veo que en una de las filas está Jota, tomando apuntes de todo lo que sucede, y me entra una vergüenza tremenda. Me quito las flores y le pido a Blas que me dé una carpeta para poder examinarme. Tú ya lo aprobaste todo, no tienes que examinarte nunca más, me dice sonriente.