martes, 28 enero 2014. No sé si es una explanada delante el mar que parece una sala de exposiciones, o una sala que parece la playa. Juano ha expuesto fotografías impresas en trozos de lona, objetos de la basura que ha transformado en esculturas y cuadernos de dibujo. Hay algunas libretas Rubio donde ha dibujado sobre las planas de letras. En un dibujo aparecemos nosotros jugando con naranjas. Me habla muy despacio, me enseña los dibujos lentamente. Dice que ha perdido un pendiente. ¿Desde cuándo llevas pendiente?, le digo. Lo buscamos entre la lonas, el suelo está cubierto de guijarros de playa y juguetes diminutos. Dice que el pendiente era una espiral rosada de hueso. ¿Rosada?, pienso con sorna. Y como si pudiera saber lo que estoy pensando se enfada muchísimo.
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Hay montones de calcetines húmedos sobre una mesa enorme de cocina. Mi padre antes de pasármelos los moja en un barreño. Estaban casi secos, le digo. Como son blancos, hay que lavarlos dos veces, dice. No digo nada, pero todos los calcetines son negros. Hay que poner la mesa, dice. Le advierto que mi madre ha salido y puede tardar. Me encerraré a limpiar el reloj de los leones y no comeremos hasta las seis de la tarde, dice en tono de venganza. No sé qué es el reloj de los leones, pero puedo imaginarlo. Las pinzas de la ropa tienen ahora el tamaño de una hormiga y no hay quien cuelgue nada. Por la ventana, bajo el tendedero hay cientos de niños en sus pupitres. Salvatore se acerca como si fuera su profesor, les anuncia que pronto empezará el concierto de mis dos hermanos. Un concierto de rock que nunca olvidarán, dice. Todos los niños levantan los puños, jalean. No tengo hermanos ni sé de qué habla Salvatore, pero también levanto el puño y grito, ¡Wa, yeah!