viernes, 31 enero 2014. Estoy en una cornisa, aparece un perro, me ataca. Hago equilibrios para no caer. Una pareja, que no sé cómo ha llegado allí, dice que salte. Hay más de veinte metros. Me quito la chaqueta, me defiendo con ella, enreda al perro y caen. Has tenido suerte, dice la pareja, han caído en la terraza donde todavía vive alguien. La pareja y yo estamos en el portal, intentando entrar para recuperar mi chaqueta, aunque ellos creen que quien me preocupa es el perro. Dos mujeres nos abren, nos hablan del dueño de la casa, un anciano muy raro, dicen. Del portal sale una especie de foso con agua. Un chico atlético muy joven dice que nademos hasta la casa. Va desnudo. Lo seguimos. Llevo las botas Ugg y me cuesta nadar. La casa es impresionante, nada que ver con lo que podíamos intuir desde la cornisa. La terraza es un jardín enorme que recuerda a algunas películas francesas. El dueño de la casa es el joven desnudo, no un anciano. La ropa se nos seca muy rápido, incluso las botas. Cuando empiezo a sentirme a gusto recuerdo para qué estamos allí. Veo un montón de tierra con una cruz. Pienso que el chico desnudo ha enterrado al perro e imagino que la chaqueta está también bajo el montón de tierra. La tierra es oscura y fresca, me gusta mirarla. Decido olvidarme de recuperar nada y disfrutar de la visita. El chico nos enseña la casa a través de las ventanas, no nos invita a entrar. En la cocina está todo desordenado, llena de platos Duralex de los años 70 y cajas de cubiertos desparejados. El chico, como si pudiera leerme el pensamiento, dice: amontonado, no desordenado. De repente, el perro empieza a salir del montón de tierra. ¡Está vivo!, grito. Todos se ponen muy contentos, incluso me felicitan. El perro tiene muchas heridas y se arrastra por la terraza hacia nosotros. Pienso que quizá sería mejor sacrificarlo para que no sufriera, pero, ante la alegría general, no digo nada. Se hace tarde. Bajamos una escalera muy empinada, que en realidad es una pared con ladrillos sobresalientes. El chico desnudo se tira de cabeza. La pareja y yo nos lo pensamos porque ya hace frío y está muy alto. Propongo bordear el foso haciendo equilibrios sobre el muro. Demasiado estrecho, dicen. El chico ya debe de haber llegado al portal. La pareja espera a que me decida. Yo sigo pensando en que, si me tiro al agua, las botas no se secarán tan rápido esta vez.